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sábado, 13 de agosto de 2011

Las lágrimas de San Lorenzo

-Oye Jesús, ¿te vienes a la rivera?, hoy es viernes, nos iríamos esta tarde para regresar el domingo también por la tarde, somos tres y me he acordado de ti, ¿qué te parece?…
La verdad que me cogió por sorpresa, no me había pasado por la imaginación, lo pensé por un instante para recomponer mi situación, lo vi factible, me agradó la idea; era pleno verano, no me acuerdo de la fecha exacta, principios de agosto, seguro, por razón del contenido de este relato…
-Bueno, vale; pero tendré que ir a casa para que lo sepa mi familia, cambiarme y traer alguna cosa para comer…
-Nada, no te preocupes por la comida, yo ya tengo preparado todo lo necesario, a la vuelta echamos cuentas; así que si quieres a las seis te espero en mi casa, si pasa esa hora y no estás pensaré que no vas a venir por la razón que sea y nos marcharemos.
Pues a las seis de la tarde ya estaba en la puerta de la casa de Matías, con indumentaria para pasar dos días en el campo y una pequeña bolsa con algunos complementos. Ya tenía preparado un jumento con un serón bastante lleno donde aún pude meter mi bolsa. Emprendimos la marcha, no sabía donde íbamos ni me preocupé en preguntar, cualquier sitio era bueno; sí recuerdo que cogimos hacia “Valdelosajos” y cuando llegamos a esta altura bajamos un buen trecho hasta llegar a una huerta con una pequeña casa. Ya apenas se veía, entre que salimos más tarde de lo previsto, que no fuimos demasiado rápidos y que los días empezaban a acortarse, se nos hizo de noche. Me cuesta recordar detalles con precisión, si recuerdo que una vez descargado el burro, colocamos los avios, ya alumbrados por la luz de un quinqué, preparamos por fuera en la puerta de la casa, en una zona empedrada a la entrada, unos camastros con jergones de paja; serían nuestras yacijas para pasar la noche a la intemperie.
Una vez “instalados” pensamos en cenar, había gazuza; desde el almuerzo que no comíamos, el camino, el trajín para preparar el acomodo y las diez o más que eran, la tripa exigía que ya le dieran alguna cosa. Comimos muy tranquilos y distendidos, entremezclando chistes y anécdotas con las que reímos a carcajadas; con las tonterías nos pusimos “moraos”, no había problema, en caso de alguna indisposición teníamos el baño muy a mano.
Una vez que terminamos, recogimos las fiambreras y demás menaje, continuamos con la charla pero ya con el “pijama” puesto y colocados en nuestros respectivos camastros; dicho sea de paso algunos no nos quitamos ni los botas. Chiste va chiste viene, particulares experiencias, ecos de sociedad marocha y todo lo que se nos ocurría, hasta las tres o las cuatro de la madrugada.
Todos teníamos mucho sueño, pero mientras que hablara uno solo no dejaba dormir a los demás; ya más tranquilos y mirando a las estrellas pudimos observar el impresionante espectáculo que aparecía delante de nuestros ojos.
-Pero… ¿no os habéis dado cuenta?, fijarse que movimientos de objetos brillantes se aprecia en el cielo, es asombroso; parece el chisporreteo de las brasas de carbón encendidas en el hornillo.
-Es verdad, ¿qué será eso?, preguntábamos los más jóvenes, dieciséis a dieciochos años, y todavía poco experimentados en pasar las noches al raso.
Matías, el mayor de todos con mucha diferencia, de vastos conocimientos generales, nos explicó a grandes rasgos y según la versión que él conocía, que se trataba de una lluvia de estrellas, que se produce cuando la tierra atraviesa la orbita de algún cometa viejo que ha dejado fragmentos. Cuando estas piedras cometarias (del tamaño de granos de arena) caen a la atmósfera se incendian por fricción con la misma atmósfera y se ven como rayas luminosas.
-Pues así será, dije para mí; cuando tenga ocasión se lo preguntaré a mi padre, en él tenía gran confianza para esperar una solución satisfactoria.
Serían sobre las ocho, poco más, cuando entre la intensa luz de la mañana y la dureza del improvisado colchón, nos hizo despertar a todos; poco habíamos dormido, pero era igual, ya nos recuperaríamos. Lo primero que hicimos fue recoger las camas para ser utilizadas en la noche siguiente, y después de desayunar reconocer el entorno en el que estábamos, aunque algunos ya lo conocían, pero por recordar; la rivera llevaba poco agua, apenas corría, alguna que otra charca poco profundas si nos permitieron darnos algún chapuzón, el verano iba ya en declive y hacía tiempo que no llovía.
Bueno, pues esa era la tónica de nuestra estancia en aquel lugar, bañarnos y permanecer a la sombra para estar fresquitos y tranquilos, era nuestro objetivo. Sobre las dos fuimos acudiendo a la casa para comer, aquella señora ya nos tenía preparado el reglamentario gazpacho “majao” en cazuela de palo y “migao” con sopones de pan duro, ¡¡que rico estaba!!, lástima que no estuviera más fresco; a pesar de eso enseguida dimos cuenta de él, acompañándolo con las demás viandas que traíamos en las fiambreras.
A la noche siguiente, ya no estábamos tan parlanchines, sería por lo poco que dormimos la noche anterior, todos caímos enseguida, nos hicimos la noche de un tirón, según comentábamos todos; no nos acordamos de las lágrimas de San Lorenzo, sin embargo el dueño de la casa nos dijo que también las había visto, pero no tantas como en la noche anterior.
El domingo también fue muy plácido, por el estilo al día anterior, pero ya con la idea de la marcha; nos acicalamos en condiciones, aprovechando el escaso bien del “agua corriente” para llegar a casa lo más remozados posible. Pues así fueron los dos días en la rivera, normales, corrientes y muy tranquilos, pero con la novedad para los más jóvenes de haber podido ver, por primera vez en nuestras vidas, las Lágrimas de San Lorenzo.

Cordial saludo.

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